Desde el 21 de junio hasta el 8 de septiembre se puede contemplar la nueva exposición del artista tinerfeño Tahiche Díaz en el espacio cultural El Tanque, en Santa Cruz de Tenerife. Esta obra nos obliga a reflexionar sobre nuestro modo de ver el mundo animal. Además, es una experiencia inmersiva no solo visualmente, sino emocionalmente. Tuve la suerte, por casualidad, de visitarla absolutamente sola, y me gustaría contarles qué es “El enfado de las criaturas” desde mi propia vivencia…
Entré a El Tanque una tarde laborable, era un día especialmente caluroso. Nunca había visitado este espacio cultural, a pesar de que existe hace años, y que ha albergado eventos de suma importancia. Mea culpa. Este lugar es un antiguo depósito industrial de CEPSA, reconvertido en una suerte de pequeño museo y escenario reivindicativo cultural. Así que atravesé aquella tarde el túnel metálico de la entrada, a través del cual se ven las plataneras como si viajaras en tren. Luego, alcancé el recinto y en el mostrador de la entrada me señalaron amablemente el pasillo de subida. Comencé a caminar por la galería estrecha y oscura en zigzag. Faltaban unos metros para llegar al tanque cuando empecé a escuchar un sonido aún lejano, pero inquietante. Se asemejaba a un rugido selvático, pero extraño, como si estuviera ahogado o reprimido. Reconozco que me impresionó un poco, recordemos que no había nadie más allí. Entonces, finalmente, entré al tanque, al espacio circular. A mi izquierda, una pequeña escultura de animales- que parecían salir o huir de algún sitio- resaltaba blanca e impoluta sobre la poca luz reinante. Y aquel rugido ya era toda una banda sonora. Lentamente me fui colocando en el centro del círculo. Frente a mí, en 180 grados, animales gigantescos de varios metros. Empecé a mirar detenidamente desde mi izquierda hacia adelante. Las criaturas me sonreían afablemente. Sin embargo, yo no estaba totalmente tranquila. Ese sonido persistía y sus múltiples ojitos me observaban sin pestañear. Seguía girando la cabeza para ver todos los animales. Claramente yo era el foco de atracción del circo. Al fin y al cabo, estaba en el centro de la “arena”, y ellos, en los asientos. A medida que los observaba uno por uno la luz cambió, y sus caras resultaban menos amables. Las criaturitas que antes parecían divertirse con mi presencia, ahora resultaban más oscuras, menos simpáticas. Me quedé clavada sin poder moverme, como lo hubiera hecho si los animales fueran reales. Porque era hipnótico, en esa hipnosis mezcla de atracción e incomodidad a la vez. Tras un tiempo que no podría definir, allí quieta y sola, rodeada de las criaturas, retrocedí unos pasos para salir del círculo, pero hacia atrás, sin dejar de mirarlas. Fascinada. En ese momento, escuché algo a mis espaldas. Otros visitantes acababan de entrar al circo.
Miré a las criaturas una última vez, casi como excusándome, y salí. Nuevamente recorrí el pasillo oscuro. Y, cuando llegué afuera, y la luz del verano me golpeó otra vez, me alegré de que aquel circo solo fuera una obra irreal. ¿O no?