lunes, diciembre 23, 2024

Adrián Gómez opina sobre la película «Akelarre»


Siglo XV. País Vasco. Un grupo de aldeanas se divierten en el bosque y son apresadas, acusadas de brujería. El juez Ostegui, bajo el manto de la iglesia, tiene como misión obtener la confesión de las susodichas de los tratos con el maligno. El blanco se mezcla con el verde y una ilustración tenebrosa en interiores. Se cuela la luz del sol por ventanas y rendijas, en una historia donde brilla la fotografía. La música y el vestuario ayudan a sobrellevar una primera media hora anodina, que se va tornando adictiva, conforme avanza el interrogatorio/tortura.

La caza de brujas va tomando forma en los sucesivos encuentros entre Amaia Aberasturi y Alex Brendemuhl. Los dos están espléndidos en un perfecto tour de force de planos y contraplanos. El preciosismo lo impregna todo, pero sin regodearse. Y los magníficos encuadres llegan al clímax orgiástico en la escena final del ritual. El cineasta argentino Pablo Agùero potencia su realización en esta excelente segunda mitad, alcanzando cotas de verdadero delirio y desesperación. Nos pone, literalmente, al filo del abismo, y remata el relato sin exceder la hora y media. Dignificación de un género tratado con exquisitez… y recuerdo de incontables e injustificadas ejecuciones por Brujería. La demonización de la mujer, con Dios de nuestro lado. Contradicción? Todo es posible bajo el yugo eclesiástico. Pero el humor negro también se impone subterráneamente, sobretodo en la descripción de Lucifer. Cuernos y rabo, a golpe de tambor. Y es que no hacen falta ceremonias para desvelar donde anida el mal.

Atención al curioso (y angustiante) uso de la música, realzando una tensión insistente, que contribuye a la incomodidad atmosférica, explotando en el citado cierre. Toda una perla del género, y una relativa sorpresa en nuestro cine.

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