Las mejores tabernas están al sur de la Costa Negra. Es en Tagnara donde el hidromiel es más sabroso y el salitre del mar se pega a los pies al desembarcar en la rivera. Son tabernas portuarias con techos aglomerados que lo mismo destilan heno como guano de gaviota. Es como si el mismo Crom se burlara de nosotros vertiendo sobre nuestras cabezas, a veces paja, a veces mierda. Una extraña sensación que me hace sentir como en casa.
Mesas de piedra negra, duras como el mármol, y jarras de madera que dejan un regusto a brea en la bebida, que amarga pero no te cansa. En ninguna otra parte del mundo encontrarás un sabor como éste, que te hechiza y te llena, que hace hablar a los mudos y le da porte al más desgraciado. Por eso creo que los tagnarianos son gente risueña, dados al jolgorio y a la bronca, a la alegría y al rebencazo… pero sin sangre. Tienen claro que la sangre ha de derramarse en causas más importantes que en simples peleas tabernarias. Por ello no es extraño dar o recibir un buen bofetón para animar la fiesta. Solo incrementará las risotadas y los gritos de los habituales de las noches de Tagnara en cualquiera de sus tabernas. Y seguirá la juerga.
Yo siempre elijo la Taberna «El ojo vacío» y ocupo su gran mesa central. Bellas mujeres me rodean y palpan mis brazos, el hidromiel corre libre, todos pagan, todos beben, las jarras se vacían con rapidez. Nadie reclama nada. Nadie viene a exigir nada. Será cosa de su religión o del hidromiel con regusto a brea. Todos disfrutan. No hay vicio, solo placer. Incluso, si algún avezado intenta que una bolsa de monedas cambie de dueño y lo consigue, es considerado un maestro e invitará a todos los lugareños. Y seguirá la juerga.
Pero otros ingenuos, que no son tan hábiles, al sentir que sus dedos tocan la bolsa ajena y los ojos del dueño sobre su mano, solo tienen tiempo de prepararse a recibir el tremendo bofetón que les hará girar la cara. Continuarán recibiendo unos cuantos bofetones más, toda la noche, que alabarán su torpeza. Y seguirá la juerga.
Llega el momento, con el suelo cubierto de jarras vacías y cuerpos bien llenos de hidromiel, que aquellos que gustamos de otros placeres al acabar la noche buscamos acomodo y compaña. A estas alturas de la noche no hay mujeres, ni hombres feos, quien diga eso miente. Pero a mí me gusta conservar un cierto tino para no acabar, como en cierta ocasión, con una bruja sobre mi cuerpo. Pero por Crom, hasta ese día disfruté.
Éste no era un día como ése. Una morena de ojos verde fuego y piel canela no había dejado de acercarse a mí y yo, por mi parte, no había dejado de vigilarla mientras se movía por el local, con gracia, pero con fuerza. Puso sus labios sobre los míos y su sabor me embriagó. Su olor se coló hasta mi sangre. Sus muslos se apretaron contra mi costado. En mi otro costado, dos bellas mujeres se apretaban también contra mí. La morena recibía más atención por mi parte, pero ¿quién rechazaría pasar la noche con tres mujeres? Yo no. Y seguirá la juerga.
Cuando más caldeada estaba la velada, cuando ya no era capaz de contar las manos que quemaban mi cuerpo…todo paró. Y me vine a dar cuenta que el silencio se había adueñado del local. Los lugareños miraban la puerta que, abierta de par en par, todavía soltaba polvo, astillas y algún trozo de madera descolocado. El portazo tuvo que ser de órdago, pero mis sentidos no estaban, en ese momento, centrados en mis oídos, a excepción de uno en el que notaba la lengua juguetona de una de las mujeres. Con desgana mire la figura silueteada en el contorno de la puerta.
Debía ser conocido, de ahí el silencio, grande como un barco, largo como un día sin pan y ataviado con los ropajes de un oficial del destacamento del puerto. Su casco y su gran barba rojiza, no me dejaban distinguir su cara, así que aproveché la pausa para tomar un largo trago de hidromiel. Nadie más se movía, mire alrededor y todos parecían estatuas de sal. La situación era tan cómica que no pude reprimir una gran y sonora carcajada. Las mujeres que me acompañaban también rieron. Al poco, toda la taberna seguía mis carcajadas. El gran torpe de la puerta entró en la sala, lanzó una mirada a mi mesa y a quienes la rodeábamos y exclamó:“¡Romeña!”
De pronto sentí su enorme puño en mi cara, no sin antes acercarse a mi mesa, agarrar fuertemente de un brazo a la morena de ojos verdes, que se resistía como una fiera, y lanzarla por encima de todos los que allí estábamos. Yo me incorporé, apoyando ambas manos sobre la mesa porque la hidromiel ya me pesaba, momento en el que el gran barbudo lanzó su brazo y yo note un puño en la cara. Por Crom, al estallarme la mejilla el efecto del hidromiel se difuminó y le vi claramente lanzar su otro brazo. De medio lado, sobre el suelo, agarre su puño con mi mano. Escupí la sangre que notaba en mi boca y mascullé: «No, ahora es mi turno», mientras me ponía en pie.
Frente a él, comprobé que me sacaba unas cuartas de altura, ¿Y eso tiene importancia? ¿Para mí? No. Le lance mi puño izquierdo sin dejar de agarrar el suyo, y salió rodando por encima de otra mesa, cayendo sobre varios borrachos que sintieron como si el cielo se hubiera desplomado sobre sus cabezas. Al fondo, varios guardias fuera de servicio soltaron sus jarras y se dirigieron contra mí con mirada atravesada. Mal hecho. Yo cogí mi jarra y le di con fuerza al primero que llegó, al segundo se la reventé en la cabeza y al tercero le incruste mi bota en la boca del estómago. Más cuerpos rodaron. Quien no recibió un golpe, recibió un empujón.
La bronca comenzó a generalizarse. Ya no sabías quien venía a por ti y quién no. Mis puños alcanzaban a unos, mis piernas a otros, hasta que una mano tocó mi hombro y al girarme me impacto otro puño en la cara. Era el barbudo oficial, que sobre sus hombros soportaba los arañazos y golpes que le lanzaba la morena Romeña. Quería más y yo no iba a defraudarle. Sin prestar atención a la mujer, mi puño volvió a encontrar su cara y esta vez lo encajó. Seguramente lo esperaba. Como yo esperé el suyo. Y así seguimos un rato, bajo la lluvia de bancos, jarras, sillas y cualquier cosa que pudiera ser lanzada. Hasta algún animal me pareció que surcaba el aire sobre nuestras cabezas. Y seguirá la juerga.
Llegó un momento en que no sentía la cara, estaba entumecida de encajar los golpes del gigante pelirrojo. Pero ya no me llegaban, ya no los encajaba, simplemente movía los brazos y sus puños desplazaban el aire. Romeña parecía dormitar sobre sus hombros, sin molestar al oficial que parecía acostumbrado a cargar con ese peso. Yo seguí acertando alguna vez más, pero el gigantón encajaba el puño, giraba la cabeza y me volvía a lanzar aire. Decidí parar. Le miré y le empuje con la mano abierta. Se desplomo como un gran árbol, con Romeña haciendo las veces de gran copa enramada. Y ahí quedaron. Yo estaba cansado y con la boca seca.
A mi alrededor algunos gemían, otros intentaban mantener la compostura sentados en bancos faltos de alguna pata, unos cuantos se agarraban mutuamente, sin hacer nada, para mantenerse en pie, incluso había quien seguía peleando con el aire, aunque la mayor parte buscaba un acomodo en el suelo, donde mismo cayó, para rendirse, acurrucarse y dormitar.
Entonces me fijé en la barra, la única zona entera de la taberna, donde sobresalían la cabeza y las manos del tabernero. No lo dudé, cansado de darle golpes al gran barbudo oficial de la guardia del puerto sin que parecieran servir para algo, grité: “¡Tabernero! ¡Hidromiel para todos, que invito yo!”Y seguirá la juerga.
Todos en el local, magullados, dormidos, cansados o tirados, respondieron como con una sola garganta que rugió algo parecido a un aullido que solo podía significar asentimiento a mi propuesta. El tabernero asomó su cabeza y con las cejas enmarcando unos ojos saltones, que no podría abrir más ni con unas tenazas, me miró de manera interrogante a la vez que suplicante. Me sonreí, llevé mi mano al cinturón y le solté sobre la barra una pequeña bolsa de cuero, llena de rubíes, que guardaba desde el asalto a la caravana del Gosh para una ocasión especial. “Un Cimerio siempre paga sus deudas, tabernero, con esto puedes cubrir los desperfectos del local y todo el hidromiel que sirvas a partir de ahora.” – le dije.
El tabernero se lanzó codicioso a recoger la bolsa, con dedos sudorosos por la emoción. Le agarre del cuello, sin darle tiempo a reaccionar, y le dije: “¡Ojo! Pero quiero el sobrante, porque todas las jarras anteriores que serviste… que las abone cada desgraciado.” “Claro que sí, claro que sí, señor. – respondió – Me encargaré personalmente.” Por su expresión no lo dude y le solté. Me giré y levantando los brazos grité: “¡Bebamos entonces, hijos bastardos de Mitra!”Y me volvió a responder el mismo aullido que retumbó, si cabe, con más fuerza. Y seguirá la juerga.
Unas horas después, cuando faltaba poco para el amanecer, allí estábamos Gragzor, que así se llamaba el barbudo pelirrojo gigante y oficial de la guardia del puerto, y yo. Brindando con nuestras jarras de hidromiel y carcajeándonos del intercambio de mamporrazos que habíamos tenido. Romeña resultó ser su mujer. Se sentía libre como él, pero no la vino a buscar por eso, los tagnarianos no son así. Pero no les gusta que se metan en sus negocios. Y Romeña estuvo trasteando en los de Gragzor, y eso no le gustó. Ahora dormía acurrucada a su lado, ronroneando como un gatito cansado.
Yo seguía con mis dos damas, ahora con una a cada costado mientras me colmaban de caricias y arrumacos. Al final solo fui un obstáculo para Gragzor, cosa que tampoco le gustó. Aunque no encontró la respuesta que esperaba. Eso le hizo verme de otra manera y ahora planeábamos negocios juntos, es bueno tener un amigo en la guardia del puerto de Tagnara.
“Si hubiéramos seguido unos minutos más, te hubiera terminado tumbando, ¿eh, bárbaro?”- me dijo mientras se carcajeaba y me daba un pequeño codazo. “Podemos volver a empezar cuando quieras… oficial” – le dije sonriendo mientras apretaba los dientes y le miraba fijamente. “No, no” – me dijo, a la vez que levantaba una mano en son de paz – “Prefiero seguir bebiendo contigo, amigo. Esto es Tagnara” Chocamos nuestras jarras entre grandes carcajadas. Y seguirá la juerga.