viernes, noviembre 22, 2024

Antonio Altarriba Ordóñez: “Soy hijo de un anarquista y de una monja, ellos fueron un ejemplo de tolerancia”. Por Noé Ramón

“O estabas dentro del régimen o lo pasabas muy mal, por eso desprecio a los imbéciles o ignorantes que quieren volver a esa forma de vivir” Antonio Altarriba Ordóñez

Antonio Altarriba Ordóñez, uno de los autores españoles de cómics con mayor recorrido y reconocimiento, ha pasado unos días en Tenerife que aprovechó para presentar su nuevo libro El Cielo en la Cabeza que aborda el mundo de la inmigración, asunto que no puede ser más tristemente apropiado y de actualidad. Altarriba relata la dura historia de un joven soldado del Congo que vive en carnes propias el drama de tener que abandonar su país. El título hace referencia a la imagen idílica que los inmigrantes tienen de Occidente, que les lleva a pensar que todos los problemas se solucionarán de golpe en cuanto lleguen al Nuevo Mundo, lo que no suele ocurrir con tanta facilidad. Apenas dos meses después de salir a la calle ya ha recibido el premio GNR’23 de Granada y el de la crítica. En estos momentos se ha publicado en España y Francia y ya han comprado los derechos editoriales de Brasil, Polonia o Alemania. 

     Altarriba se ha centrado en los guiones colaborando con una larga lista de dibujantes, el último Sergio García que recibió el Premio Nacional de Ilustración y trabaja en estos momentos en la remodelación de París de cara a las Olimpiadas. A sus 71 años ha heredado una fuerte conciencia crítica de su padre, un anarquista que se exilió en Francia y que siempre mantuvo una considerable distancia frente a la dictadura. Su madre era todo lo contrario, una mujer de creencias religiosas, pese a lo cual el matrimonio permaneció unido, todo un ejemplo de convivencia que él vivió en primera persona. El guionista nos relata la experiencia de su padre durante aquellos duros años y sus vínculos con Francia que fueron vitales para escapar de la España gris, que según lamenta, por desgracia algunos quieren recuperar.

  Mi padre era un campesino humilde de Aragón que nació en 1910, tuvo una infancia muy dura y se escapó a la ciudad para buscarse la vida, en unos años marcados por la agitación política. Vivió la II República, se afilió a la CNT y luego le tocó la Guerra Civil y el exilio en Francia durante 13 años. También se incorporó a la resistencia contra los nazis, una lucha que se ha empezado a reconocer ahora. No olvidemos que muchos de aquellos jóvenes acabaron en los campos de concentración o muertos. 

  Mi vínculo con Francia viene del exilio de mi padre. Allí conocí a muchos amigos y pasaba largas temporadas. Puedo decir que Francia es mi segundo o primer país.

     -Supongo que el choque entre dos realidades de países tan distintos habrá dejado su marca.

 -Tener varias perspectivas es algo que siempre enriquece y más si eres un niño o adolescente que puede escaparse temporalmente de una dictadura y vivir otra realidad, no estar condenado a permanecer encerrado siempre en un mundo de curas y pecados. 

  Esos viajes fueron fundamentales porque en aquella época a los niños más que educarnos nos adoctrinaban en la religión y el patriotismo y nos decían cosas como que Franco era un caudillo por la gracia de Dios. Vivir en Francia me permitía despejar la mente y tener otros puntos de vista. 

     El resto de tiempo lo pasaba en un país en el que veía como mi padre y sus amigos hablaban en voz baja por miedo a que se supieran sus ideas o lo que pensaban. Siempre me decían que tuviera cuidado y que en el colegio no hablara de política con nadie, ni dijera cuáles eran las ideas de mi padre.

 -Curiosamente esa es la España por la que algunos sienten nostalgia y a la que quieren volver.

 -En aquellos años o estabas dentro del régimen o lo pasabas muy mal, incluso podías acabar en prisión. Por eso desprecio a algunos imbéciles o ignorantes que pretenden resucitar esa forma de vida, esos ademanes.

 -También presenció en primera línea el final del franquismo y la ebullición que había en las calles por un cambio

 -Estudié en la Universidad desde el 69 al 74 que coinciden con el final de la dictadura. Una época muy concienciada en las que se vivieron muchas represalias, cargas muy fuertes de la policía, con amigos que sufrieron torturas… por lo que resultaba muy difícil no tomar partido y lo tomé. Ya estaba claro que el régimen se tambaleaba, Franco era un viejito que daba paso a un gobierno democrático y por lo tanto tocaba limpiar el horizonte.

 -¿Qué es lo que más recuerda de aquellos años de la Dictadura?

 -La sensación de culpa que nos hacía tener la iglesia, la mala conciencia porque todo era pecado, nos decían que íbamos a ir al infierno y nos castigaban por cualquier cosa. Son miedos que de pequeño te marcan para toda la vida pero gracias a esa doble cultura logré superarlos, algo que otros no consiguieron. 

 -‘El arte de volar’ es una biografía de su padre y ‘La ala rota’ de su madre. 

 -Las dos obras son un díptico que se complementa desde el punto de vista ideológico. Mi intención era dar esa visión de que existe una posibilidad de convivir, siempre que no se caiga en el sectarismo. Mis padres, sin educación ni formación, entendieron perfectamente que una forma de pensar diferente no impide la convivencia. 

 -Porque curiosamente su madre era todo lo contrario a su padre, una mujer con fuertes convicciones religiosas.

 -Siempre digo que soy hijo de un anarquista y de una monja. Ellos fueron un ejemplo de tolerancia debido, seguramente, a que se querían mucho, se respetaban y por eso pudieron ser felices. En mi casa convivían las dos Españas; la revolucionaria radical y anticlerical y la de una madre de misa diaria. Crecí en un hogar en el que se pasaban muchos apuros económicos pero en el que nunca faltó el cariño. Mi madre se ocupó de mi educación y mi padre lo permitía siempre y cuando fuera a Francia porque sabía que allí podía conocer otros horizontes. 

     A partir de los 15 años decido que no voy más a misa y mi madre lo acepta. En mi casa no viví eso de imponer una manera de pensar, que te llamen pecador por ver las cosas de otra manera. 

     Nadie te puede obligar a gestionar tu propia vida porque es lo único que nos pertenece. En aquellos años todo estaba prohibido, tenías que hacer lo que una parte de la población creía que era bueno.

 -Ahora está en medio de la promoción de su última obra.

 -‘El cielo en la cabeza’ acaba de salir hace dos meses y tiene como argumento la inmigración, una cuestión que en Canarias les afecta muy de cerca y que refleja las desigualdades de unos países riquísimos que consumen sin parar y otros miserables en los que se pasa hambre y son un auténtico infierno. 

     Los inmigrantes no vienen aquí de turismo sino conociendo los riesgos a los que se enfrentan, con la intención de, como mínimo, sobrevivir y huyendo de unos países en continua guerra y sin porvenir. 

     El protagonista es un joven congoleño y el título hace referencia a esa imagen idealizada que tienen algunos muchachos de que en el Norte encontrarán un lugar donde vivir tranquilo y en el que serán felices. Al final, atraídos por esas estrellas recorren una trayectoria que no siempre acaba en el paraíso prometido y tienen que hacer trabajos que nadie quiere, de manera que aunque no se pueda decir que son esclavos, la verdad es que no encuentran lo soñado. 

 -Por edad supongo que le tocaría vivir el ‘underground’ y que sus primeros trabajos se desarrollaron en este mundo. 

     -En los setenta era un adolescente, ya me gustaba escribir literatura y guiones y me llamaban la atención las situaciones injustas, lo que me llevó a colaborar en publicaciones contestatarias, críticas con la situación que nos tocaba vivir, en las que siempre había un toque provocador. 

     Entonces la sexualidad era tan pacata que enseñar un tobillo significaba un pecado terrible. Criticábamos al sistema, al establishment o al estado de las cosas, soñando y proponiendo otras formas de vivir que fueran más libres. No había distribución y por eso las vendíamos en los bares. Formé parte de esa cultura un tanto subversiva pero en la que ya se vaticinaba un cambio en la forma de comportarse y de relacionarse. 

 -¿Los tiempos actuales reflejan lo que ustedes soñaban?

 -No, en absoluto, radicalmente no. Nos llamaban utópicos o ingenuos porque pensábamos en una sociedad con más libertades, con unas condiciones laborales que desde luego no son las de ahora, sin desigualdades como que un directivo cobre 400 veces más que el trabajador. 

     Esta no es la sociedad que nos planteamos los de mi generación. Soñamos con un mundo sin guerra y en estos momentos oficialmente hay dos: la de Ucrania y la de Israel. Pero lo cierto es que existen otros muchos conflictos enquistados que no salen en los medios porque transcurren en las zonas más oscuras del planeta de las que nos hemos olvidado. Para nada esta es la sociedad que yo quería y por eso sigo trabajando con una perspectiva crítica. 

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