Lo último que recuerdo fue un agudo dolor en el pecho, estando en mis aposentos a punto de irme a dormir. Luego, el doctor atendiéndome sobre el camastro y certificando mi fallecimiento. Observo, impotente, la escena desde lo alto de la estancia. Grito; nadie me escucha. Asisto a mi propio velatorio y entierro. Y ahora aquí, tan solito, bajo esta pesada lápida… despierto y horrorizado, golpeando, a la desesperada, la tapa del ataúd el día primero del siglo veinte.