domingo, diciembre 7, 2025

Jay Kelly (EE. UU. 2025). la (implacable) mirada retrospectiva desde El Ocaso. Por Manuel García de Mesa

La irrupción de Jay Kelly se produce el mismo día de una tristemente importante efeméride para la historia del cine. La película pertenece al catálogo de Netflix. Su estreno en la plataforma se produjo el viernes 5 de diciembre de 2025. Es el mismo día que los directivos del medio audiovisual anunciaron la absorción de los activos financieros que componen la major Warner Bros. por la friolera de 71.200 millones de dólares. El gigante multimedia se impuso sobre ofertas provenientes de Paramount Pictures-Skydance o de Universal Pictures-Comcast. Tal operación mercantil hizo rápidamente emerger todo tipo de especulaciones y preocupaciones desde diversos sectores de la industria. El gremio de directores (el DGA, cuya cúpula es presidida por Christopher Nolan), cineastas como James Cameron -que estrena el 19 de diciembre de 2025, Avatar 3: fuego y ceniza (Avatar: Fire and Ash, EE. UU. 2025), concebida especialmente para ser vista en la mayor pantalla posible- y distribuidores de salas comerciales en todo el mundo, manifestaron expresa inquietud. Se abre, desde el referido día de diciembre de 2025, un evidente cambio de paradigma, que se aproxima inexorable, como punto de ruptura, como plazo de caducidad, para el placer del visionado de las películas en el ecosistema al que pertenecen. Pero principalmente, se complica el panorama para las ya de por sí maltrechas arcas de las salas de exhibición, que vienen sufriendo una agonía imparable desde la pandemia de 2020. Solo la perspectiva del tiempo irá confirmando o negando las nubes borrascosas que parecen aproximarse.  

Efemérides aparte, el guionista y realizador estadounidense Noah Baumbach ha completado un filme prodigioso, de regusto amargo, melancólico, agridulce y sin concesiones. Un retrato sobre Hollywood, los precios y peajes de la fama. Sobre el desencanto, la nostalgia y la relatividad del éxito. Sobre lo efímero de la vida, las insatisfacciones personales y profesionales. Sobre los pequeños grandes placeres, diluidos en la vorágine del famoseo y las vidas efímeras e irreales. Constituye también un enunciado acerca de las enormes diferencias generacionales, la fecha de caducidad de los afectos y la constante “espada de Damocles” de perdurar o no en las profesiones. Todos estos aspectos nos permiten obtener como espectadores interesantes reflexiones en torno de la incansable búsqueda de la felicidad y la soledad (querida o sobrevenida) en un mundo bullicioso y artificial, de imperio de las redes sociales, donde las apariencias lo son todo. Un mundo plagado de vidas que deben ser ejemplarizantes, so pena de extinguirse, o de ser condenadas al ostracismo. Esta ejemplar pieza de cámara, se erige, definitivamente, en un tratado de las grandes hipocresías y paradojas de nuestro tiempo. 

El faro de guía para este ambicioso “viaje” es el actor superestrella Jay Kelly, interpretado por el actor superestrella y director de cine, George Clooney, quien, sin duda, ha conocido algunos instantes vitales similares a los de su personaje. El actor que da título al filme, es seguido muy de cerca por un séquito que encabeza su agente Ron Sukenick, cuyo memorable arco argumental está maravillosamente construido por un Adam Sandler en estado de gracia.

La fórmula elegida por Baumbach es la del repaso de la vida del famoso intérprete, en un tiempo que transcurre entre la filmación de la secuencia de la muerte del último personaje al que el actor da vida en la ficción en un estudio de cine de Los Ángeles, y el homenaje a su entera carrera que recibirá en Italia. Entre el comienzo y el final del camino, transcurren 135 minutos de cine en estado puro, sincero, directo, crepuscular, que respeta al espectador, dándole su espacio para asimilar los diferentes sentimientos que propician el visionado de esta sensacional película. El trayecto incluye la inmersión del propio personaje en sus propios recuerdos y reflexiones vitales. Así, el hecho de que Kelly esté viajando en un tren (siguiendo a su independiente hija menor), o en su Jet privado (viajando hacia Italia) no impide que lo veamos paseando con su hija mayor en su centro de trabajo (una guardería), o en la sombra de un escenario universitario, viéndose a sí mismo en aquellos años de juventud, recibiendo enseñanzas de su profesor de interpretación. También lo veremos en sus primeras pruebas ante la cámara. El momento en el que conoce a la madre de sus hijas en el set de rodaje, filmando una escena íntima, nos es mostrado expresamente en similares circunstancias. En otro instante, el personaje va paseando por un simbólico bosque en Italia. Llama por teléfono a su hija mayor. Inmediatamente, ésta aparece caminando con él, en medio de la noche y la neblina, en un (vano) intento de recuperar su afecto y confianza (la joven recibe terapia para superar el abandono paterno en su infancia). 

Cierto es que la fórmula empleada ya la hizo vieja Woody Allen desde Annie Hall (EE. UU. 1977) o Desmontando a Harry (Deconstructing Harry, EE. UU. 1997). Antes que Allen, Ingmar Bergman había hecho lo propio, por ejemplo, en su obra maestra Fresas Salvajes (Smultronstället, Suecia, 1957). Esa inmersión, a modo de catarsis, en diversos aspectos de la vida del personaje, proviene de la literatura. En tal sentido, Mr. Ebenezer Scrooge, surgido de la pluma de Charles Dickens en la novela Cuento de Navidad, recibía la visita de los fantasmas de las navidades pasadas, presentes y futuras, conduciendo, cada uno de ellos, por diversos “escenarios” de la propia vida del ávaro y gruñón personaje, que visualiza desde un segundo plano, obteniendo sus propias y escalofriantes reflexiones. No hay nada nuevo bajo el sol. Tampoco tiene porqué haberlo. La revisión de las fórmulas narrativas al servicio de nuevas historias o de historias debidamente actualizadas es completamente legítimo. De esas revisiones, pueden aparecer historias enriquecidas y renovadas, como es el caso. 

George Clooney, que ofrece uno de los más grandes papeles de su carrera, ha sido valiente a la hora de colocarse en la piel de un personaje que puede ser interpretado como una especie de alter ego o incluso una suerte de reverso hasta cierto punto tenebroso, que pretende, sin éxito, ir acompañado por su familia a su homenaje en La Toscana. Adam Sandler también es osado a la hora de abordar a su fiel agente, en sus sin sabores, sus desdichas y el similar abandono a su familia que practica por tener que estar al lado de su mejor cliente. La secuencia donde Ron ayuda a la estrella a maquillarse para la gala, ocultando algunas de sus canas en las cejas, después de ser despedido por el actor Ben Alcock (Patrick Wilson), después de enunciar que no seguirá siendo el agente de Jay, después de toda la catarsis personal y profesional experimentada por ambos personajes en tierras italianas, es por derecho propio uno de los grandes instantes de esta importante obra.

No podemos dejar de hablar de los pequeños, pero jugosos, papeles de Jim Broadbent, como Peter Schneider, el realizador mentor del protagonista; Laura Dern, como la otra agente integrante del séquito del actor; Stacy Keach como el carismático padre; Greta Gerwig (realizadora, actriz, guionista y pareja de Baumbach), en la piel Lois Sukenick, la esposa de Ron; de la estupenda actriz británica Emily Mortimer (también coguionista en esta ocasión, junto al realizador); o el mencionado Patrick Wilson, como el otro cliente de Ron, que también recibirá su propio homenaje en la Toscana italiana. Mención aparte merecen las jóvenes actrices Riley Keough y Grace Edwards como las hijas de Kelly, Jessica y Daisy, respectivamente. Ambas comparten mucha verdad, tanto a nivel interpretativo, como en sus recitados diálogos, frente al personaje central. 

Sin embargo, de entre todos los actores secundarios, destaca Bill Crudup, que se va convirtiendo por derecho propio en uno de los grandes actores del momento. Crudup, que interpreta a Timothy, compañero de promoción en la interpretación, actualmente psicólogo infantil, comparte una sensacional Set Piece con Clooney, en los primeros compases de esta master piece. Comienza con el encuentro de ambos en el funeral de Schneider. Termina con el comienzo de una pelea física entre ambos en el aparcamiento del pub-restaurante (donde ambos personajes han decidido recalar para charlar distendidamente y reencontrarse), cuando cada uno va a recoger su vehículo. Entre medio, está la (aparente) distendida conversación entre ambos poniéndose al día, y, especialmente, el instante del recital del menú, por parte de Timothy. La manera de ponerse en situación, la lectura, primero de un modo funcional, luego incorporándole diferentes variables de sentimientos y emociones, frente al rostro de asombro y fascinación de la estrella, resulta antológica, probablemente por inesperada. Baumbach permite que el espectador pueda preguntarse de una manera nada forzada cómo es posible que Timothy no sea un actor consagrado como Kelly. La respuesta no se hace esperar. De repente irrumpe el reproche, que torna el ambiente en irrespirable. Timothy cometió dos errores en su vida. Uno de ellos fue permitir que Kelly le acompañase a una audición cuando ambos eran jóvenes estudiantes aspirantes a actores. Kelly, que solo iba a darle el pie, terminó conquistando a los convocantes a la prueba, por encima de su amigo. Desde entonces Timothy que culpa a la estrella de robarle una posible carrera exitosa. La secuencia y su in crescendo, que deviene en todo un prodigio interpretativo, pertenecen ya por derecho propio a la antología interpretativa del cine americano del nuevo milenio.

Estrenado en el festival de cine de Venecia, y en un muy reducido número de salas para optar a la carrera de premios, el largometraje número 13 de su director constituye una obra rica, compleja, diversa y nada complaciente. También se erige en una pieza de orfebrería bellamente filmada, escrita e interpretada. El rostro de George Clooney, observando los actos más cotidianos de la gente de a pie (que por la fama le han sido sustraídos), o soportando en primer plano la implacable sucesión de reproches que recibe a lo largo del metraje, construyen la película, dirigiéndola por los derroteros de la (auto) mirada crítica. A esa inercia contribuyen, como punta de lanza, el resto de personajes, y, por tanto, los actores y actrices que integran la galería del filme. Jay Kelly se erige, en definitiva, en el Fellini, ocho y medio (8 y ½) (8 ½ Otto e Mezzo, Italia, 1963) de la generación de la tecnología y las redes sociales, en la humilde opinión de este cronista. Junto a Historia de un matrimonio (Marriage Story, EE. UU. 2019) este portentoso trabajo autoral triunfa como el mejor guion y largometraje de su director. Una lástima que se nos haya sustraído de un estreno regular en salas de cine.

Menuda generación de cineastas la de aquellos estadounidenses que nacieron en 1969, que se conocen, se llaman, colaboran, se consultan y asesoran. Hablamos de realizadores y guionistas de la talla de James Gray, Wes Anderson, Spike Jonze y Noah Baumbach. Todos ellos, cada uno en sus respectivas líneas personales, están convirtiendo sus propuestas en auténticos acontecimientos audiovisuales.

Autoría de la reseña: Manuel García de Mesa

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