sábado, noviembre 23, 2024

Renfield (2023): El narcisismo es gore. Por Pedro J. Mérida

Si alguna vez han tenido la oportunidad de visitar el escenario emocional que vive la víctima de un narcisista, especialmente en las fases más agresivas de este tipo de relación (y sí, apuesto a que más de uno comprende de lo que hablo y que preferiría que no fuese así…), se darían cuenta que cualquier galería de los horrores vista en cintas de extrema violencia gráfica, como La matanza de Texas o Viernes 13, palidecerían en comparación ante un panorama tan desolador. La víctima siempre queda como un despojo, una cáscara vacía. Un títere que ya no obedece a los principios básicos de la razón, aún con la verdad revelada ardiendo ante sus ojos.

Este tipo premisa, que de alguna manera ha alimentado desde muy diversos enfoques metafóricos a una parte fundacional del imaginario en la tradición vampírica, ya sea en la literatura o en el cine, toma cuerpo en Renfield con una literalidad más que apabullante.

Chris McKay tras la cámara, autor de la mejor película de Batman hasta la fecha (sí, la de LEGO, y estoy dispuesto a batirme en duelo si hace falta manteniendo esa posición hasta mi último aliento) y razón por la que la serie Robot Chicken es una obra cumbre de la animación stop motion que debería estudiarse en todas las universidades del planeta, une fuerzas con el último autor relevante en el mundo del cómic hasta la fecha, Robert Kirkman, para devolver a la vida la franquicia de monstruos clásicos de la Universal tras el descalabro del proyecto Dark Universe.

Imagen promocional de la película

El nombre de Renfield, para todos aquellos familiarizados con el mito creado por Bram Stoker, trae a la mente a esa figura maltrecha en todos sus niveles existenciales (y que hasta la fecha tuvo sus mejores representaciones en la gran pantalla bajo las apariencias de Tom Waits, gracias a Coppola, y de Klaus Kinski en la reivindicable cinta de Jess Franco), marioneta de los designios del Principe de las Tinieblas y que aquí se erige en protagonista absoluto en los rasgos de Nicholas Hoult, actor que se mueve con envidiable soltura en el género fantástico, ya sea con terror juvenil (Memorias de un zombi adolescente), el cine de superhéroes (la segunda iteración de los X-Men para Fox) y las explosiones de genialidad incontestables (porque de ninguna forma no podía dejarme en el tintero Mad Max: Furia en la carretera), perfilándose como la mejor elección para dar la réplica al astro llamado a robarse la función sin apenas esfuerzo: el gran Nicholas Cage en su papel más autoconsciente hasta la fecha.

No es la primera vez que un rol secundario toma aproximación protagonista en una revisión de los rostros clásicos del terror. Me vienen a la mente Victor Frankenstein (Paul McGuigan, 2015), con Daniel Radcliffe en el papel de un Igor sin joroba, o Mary Reilly (Stephen Frears, 1996), con una discutible Julia Roberts como criada al serivicio del Dr. Henry Jeckyll y su oscuro alter ego con los rasgos de John Malkovich.

En esta ocasión hablamos de una cinta que no ambiciona a las aspiraciones artísticas de las dos anteriormente mencionadas, ni cuenta con un presupuesto que podamos decir holgado. Sin embargo Renfield encuentra su mayor virtud en el cariño con el que todos los implicados en el proyecto dan lo mejor de sí para añadir valor al conjunto. Para empezar hablamos de una cinta que se cuenta sin mayores estridencias en unos más que agradecidos noventa minutos, rara avis en unos tiempos en los que las dos horas se han convertido en decreto, y donde el triangulo protagonista entre Hoult, Nicholas Cage (quien de un aparente homenaje a Bela Lugosi en el inicio de la película, se lanza en picado a los territorios expresivos acuñados por Conrad Veidt en películas como El hombre que ríe) y una divertidísima Awkwafina funciona como una máquina de precisión que es capaz de saltar de la comedia de tono más slapstick (hilarante el momento en el que uno de los villanos huye de la policía lanzándoles a la cara paquetes de cocaína…) a la acción desenfrenada que hoy día pueden ofrecer productos como la serie John Wick, sin escatimar lo más mínimo en generosas dosis de hemoglobina inundando el plano, cayendo de manera consciente en el gore más desquiciado e inventivo en una suerte de guiño a los inicios de las carreras de Sam Raimi o Peter Jackson.

En definitiva, Renfield se mantiene en su zona de confort de ser un entretenimiento sin pretensiones, pero tampoco olvida la coherencia del subtexto. Todo lo relativo al narcisismo y las relaciones tóxicas, auténtica plaga social de los tiempos que corren, con figura demoniaca de fondo para potenciar la alegoría, se traduce en momentos realmente álgidos durante los cara a cara dialécticos entre Cage y Hoult. No deja de asombrarme que, en la sesión a la que asistí, los diálogos que ponen de manifiesto la naturaleza tóxica de la relación entre vampiro y asistente fuesen recibidos con sonoros aplausos y carcajadas cómplices en la sala. Y es que Renfield, más allá de sus escasas necesidades por trascender sus márgenes de vehículo de evasión para pasar el rato, para muchos puede ser la llamada de atención de que se están juntando con las personas equivocadas.

Imagen promocional de la película

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