«Los anillos de poder» es, de momento, insulsa y anodina; carente del mínimo atisbo de la magia impresa en las novelas de Tolkien o la excelsa adaptación cinematográfica de Jackson.
El peso del sentido de la maravilla recae en urbes digitales y vacua fanfarria insustancial carente de pulso narrativo, visceralidad y sello autoral.
Bayona es el epítome del chovinismo: la sublimación del foráneo que se hace un hueco en la meca del cine como artesano oficioso cuyas obras se exaltan ad nauseam desde nuestras fronteras. Y no, no se lo merece. Buñuel, Berlanga o Bigas Luna —por sólo citar unos pocos— son infinitamente más dignos del orgullo patrio que este orfebre sobrevalorado cuyo único largometraje medianamente decente es «El Orfanato».
Y es por ello que «Los Anillos de Poder», bajo su batuta, se torna en una obra carente de alma, digna de un laborioso menestral que cumple en lo formal como lo haría una la copycat a partir de un algoritmo.
La voz cantante de la dramatis personae la lleva Galadriel, interpretada por una afanosa Morfydd Clark, quien se esfuerza por exudar carisma con momentos de luces y sombras.
El resto de roles pseudo protagónicos adquieren automáticamente cariz de secundarios y, sin embargo, cobran una importancia innecesaria que ralentiza el avance de la trama. Tan sólo el intrigante homúnculo meteórico (¿Maiar?) deja una pequeña ventana abierta al misterio y un leve halo de esperanza de cara a capítulos venideros.
¿Valdrá la pena todo el build up para el inevitable climax? Veremos.
Imagen promocional de la serie