miércoles, diciembre 4, 2024

La cultura y la necesidad de trascendencia. Por Lucas Morales

La pirámide de Maslow es una teoría que jerarquiza las necesidades humanas, yendo desde las más fundamentales hasta la más inalcanzable: la autorrealización. Hoy voy a ser un poco osado -en realidad, mucho- y voy a aventurarme a decir que el psicólogo neoyorkino que hizo esta propuesta en Una teoría sobre la motivación humana olvidó explicar que el deseo de transcender se hace mucho más fuerte a medida que las personas vamos sumando años, por lo que debería estar en la cúspide de la pirámide. De hecho, el anhelo de ser recordados crece de forma inversamente proporcional a la del sentido del ridículo, quedando este último a niveles muy bajos mientras se persigue la notoriedad.

Hay personajes que ven en la cultura un sitio donde destacar o convertirse en una especie de celebrity local, lo que sería el equivalente a la animadora o al capitán del equipo de fútbol americano de un pueblo perdido de Oklahoma. Esta fantasía se alimenta porque, en muchas ocasiones, se desconoce lo peligroso que es ser un ídolo que tiene los pies de barro. La cultura no es sino un cajón de sastre donde cabe absolutamente todo y, lo que pasa en los lugares donde entran muchas cosas, es que acaba faltando sitio. Por eso, no tiene sentido convertir ese término tan ambiguo en un archipiélago de pequeños reinos de taifas.

Nadie dice que sea necesario que actuemos como esos coros de góspel que aparecen en las películas que nos animan la sobremesa de los domingos, o que nos vayamos juntos de excursión como los niños de Stand by me. Todos hemos aceptado que, como decían al cierre de la película de la película de Rob Reiner, nunca volveremos a tener amigos como los que tuvimos a los 12 años. No hay que forzar la amistad, pero tampoco es necesario conspirar como si esto fuese un episodio de las últimas temporadas de Juego de Tronos -sí, las más malas-, escupir bilis por las redes sociales escribiendo post crípticos, como si fuésemos estrellas de rock en horas altas, o reunirnos en aquelarres del todo a cien para destripar a personas con las que ni siquiera hemos tenido la oportunidad de hablar. Se puede y se debe estar por encima de eso.

Escritores, dibujantes, directores de cine, torpes juntaletras como el que firma esta opinión, actores, organizadores de eventos, periodistas, todólogos de cabecera, productores, cantantes… En definitiva, todos esos perfiles que ayudan a que la vida de los demás sea un poquito más feliz: entierren las armas. Cualquier guerra que se monte en este entorno no tiene sentido. Ya no se va a construir una estatua de nadie porque ya no cabe ni una más en las ciudades.

La trascendencia es una entelequia, un oxímoron si tenemos en cuenta que vivimos en un tiempo donde todo dura un suspiro. En esta nueva vida, donde la posverdad y la filosofía del fast food han corroído las estructuras tradicionales hasta el tuétano, disfrutemos del postre. Degustemos cada cucharada como si fuese la última, intentando que el final no nos amargue la experiencia. Aceptémoslo: muy poca gente nos va a recordar y es posible que, en dos o tres generaciones, para nuestros descendientes solo seamos un rumor de otra época y no pongan mucho asunto en los dimes y diretes que ahora parecen tan importantes. Hay que tomarse las cosas menos en serio, amigos. Seamos felices con lo que hacemos porque, a muchos, nos costaría creer todo lo que nos está pasando hoy por hoy si nos lo hubiesen contado hace diez años.

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