sábado, diciembre 21, 2024

El motín de la naturaleza: Historia de la Pequeña Edad de Hielo (1570-1700), así como del surgimiento del mundo moderno, junto con algunas reflexiones sobre el clima de nuestros días. Por Álex Ro

Editorial Anagrama, 2019

¿Qué tienen en común la pérdida de cosechas, un cuadro de un paisaje nevado, la mostaza, el varamiento de cachalotes, los tulipanes, la derrota de la Armada Invencible, la Ilustración y la Revolución Francesa? ¿Qué elemento conecta todos estos sucesos acaecidos a lo largo de un periodo que va desde el siglo XVI hasta el siglo XVIII?

El historiador Philip Blom se embarca en un lúcido análisis, medio ensayo, medio análisis histórico, en donde intenta trazar cuál es esa fuerza que subyace tras estos cambios y que produjo la transformación de las relaciones feudales que habían imperado en Europa durante siglos. Y lo hace sin guardarse ningún as en la manga porque desde el primer capítulo de su libro pone sobre la mesa ese hilo conductor, que no es otro que una modificación de las condiciones climáticas del planeta Tierra.

Europa venía de un periodo en donde las temperaturas habían aumentado 2ºC, tomando como base la media de temperaturas del siglo XX, en lo que se conoce como Óptimo Climático Medieval. Este lapso de tiempo, que va desde el siglo X al siglo XIV, conoció una gran expansión económica, con la roturación de nuevas tierras, crecientes cosechas y un incremento de población significativo, que terminó truncándose con la Peste Negra. A este periodo de crecimiento, siguió otro de crisis en donde las temperaturas bajaron entre 2 y 4ºC con relación a la media del siglo XX, lo que supuso una caída del orden de 6ºC desde el máximo del Óptimo Climático Medieval dando lugar a lo que se conoce como Pequeña Edad de Hielo.

Dejando de lado el debate de si estos cambios de temperatura tuvieron carácter global o solo afectaron a Europa, lo cierto es que desencadenaron una sucesión de hechos que transformaron totalmente la economía y sociedad de este continente y, por ende, del planeta Tierra.

Las malas cosechas por inviernos muy fríos y veranos lluviosos supusieron que el Sur europeo, sobre todo los florecientes principados italianos, buscaran desesperadamente cereales para alimentar a su población, encontrándolo en el Norte de Europa, concretamente en la zona de Flandes. Y no es que esta región no sufriera las malas cosechas, que sí las sufrieron, sino que sus incipientes redes comerciales controlaban el acceso al grano barato del Báltico, territorio mejor adaptado a estas nuevas condiciones climáticas. Así, el cereal producido en el Báltico llegaba a la Península Itálica actuando Flandes de intermediaria, lo que les reportó pingües beneficios.

Por una de esas carambolas de la historia, Flandes se encontraba inmersa en una lucha por su independencia frente al Reino de España, enmarcada en una serie de guerras de religión, en lo que se conoce como Guerra de los Ochenta Años. Eso provocó que las principales ciudades de la región, como eran Rotterdam o Amberes sufrieran con el caos bélico, momento aprovechado por un pequeño enclave como era Ámsterdam que pasó a monopolizar el comercio de granos, acumulando grandes capitales. Y aquí llega el segundo rebote de esa carambola. Ámsterdam casi no contaba con tierras para cultivar y, siguiendo la moral calvinista del lujo, en vez de dedicar esos ingresos al boato, lo invirtieron en drenar tierras y ganar terreno al mar con un sistema de folders y molinos de viento. Esas tierras, por su baja fertilidad y la incapacidad para competir con la importación de grano barato, se dedicaron a la ganadería y al cultivo de pastos como alfalfa. Esto permitió que los suelos recuperaran su fertilidad al tiempo que permitió que floreciera una pujante industria de derivados ganaderos como fueron el queso y la mantequilla. A su vez, estas tierras regeneradas posibilitaron el cultivo de una planta, no para el consumo sino para el comercio, como son los tulipanes que, andados los años, provocó la primera burbuja especulativa del mundo moderno, indicativo de que las estructuras económicas estaban cambiando. Este contexto de cambios inducidos por la modificación de las condiciones climáticas se repetirá por toda Europa, como ocurre con la producción de vino en la región de Krems (Viena) en donde las vides se vieron afectadas por los fríos intensos y las lluvias a destiempo provocando muchos años la pérdida de las cosechas o la recogida de unas uvas muy ácidas. Esto llevó a aumentar el tamaño de las bodegas, excavando túneles en las montañas, pues necesitaban dejar reposar el vino durante más de una década para bajar su acidez al tiempo que, ante la bajada de calidad del vino, se especializaron en la producción de mostaza, que requería grandes cantidades de vinagre, ahora en abundancia y a precios muy bajos, dando lugar al crecimiento de una clase media artesanal.

Las bajas temperaturas no solo afectaron a la agricultura. En la pintura surgirá un nuevo género como es el del paisaje nevado, muy apreciado por los ricos comerciantes flamencos ya que se adecuaba a su estilo de vida. Entre los pintores dedicados a realizar este tipo de composiciones, destacan Pieter Brueghel el Viejo o Hendrick Avercamp con cuadros como Cazadores en la nieve (1565) o Paisaje invernal con patinadores de hielo (1608) respectivamente. Pero no solo la pintura se vio trastocada con el cambio climático; no es una simple coincidencia que Shakespeare iniciara su tragedia Ricardo III (1595) con la siguiente frase: Ahora el invierno de nuestro descontento… que reflejaba perfectamente los terribles inviernos que sufrió Londres a lo largo del siglo XVI, con un Támesis que daba lugar a un paisaje que bien podría haber servido de inspiración a Avercamp.

En el mundo de las ideas, la creciente burguesía mercantil fue construyendo un mundo acorde a sus necesidades. Así, no es casualidad que la primera universidad de Holanda, fundada en 1575 en la ciudad de Leiden, se convierta en el centro en donde se formen buena parte de los filósofos, matemáticos y economistas que pondrán las bases del Mercantilismo y la Ilustración, y que desarrollarán las estructuras del estado moderno. Spinoza, Descartes, Bayle y muchos otros pusieron en tela de juicio el teocentrismo medieval al tiempo que exaltaban los principios del liberalismo económico y social tan caros para esta incipiente clase media. Los burgueses, poco a poco fueron pergeñando un mundo a su imagen y en beneficio propio.

Nuevas relaciones sociales, nuevas relaciones económicas, nuevos poderes mundiales. Lo que no pudo la fuerza bruta de la guerra, lo consiguió la naturaleza cambiante. En una trama paralela en estas guerras de religiones que asoló Europa durante una centuria nos encontramos con la Armada Invencible, ese intento de la monarquía católica hispana de ocupar las Islas Británicas y cercenar la disidencia anglicana. Dejando de lado la corrupción, la mala planificación, la incapacidad militar y la desidia que caracterizó la empresa por parte de España, la Pequeña Edad de Hielo jugó en contra de la flota española. La bajada de temperaturas de las aguas marinas se manifestaba, por un lado, por un incremento de los varamientos de cachalotes en las costas británicas y flamencas ya que viajaban más al sur siguiendo los bancos de peces, todo ello interpretado como un signo de la descomposición de los tiempos y la muerte del Leviatán, metáfora del Imperio Hispano. Por otro lado, el gradiente térmico dio lugar a que las borrascas árticas, cada vez más virulentas, se desplazaran hacia el sur lo que dará lugar a la famosa sentencia de Felipe II: Yo envié a mis naves a pelear contra los hombres, no contra los elementos. La historia mundial hubiera sido otra completamente distinta si llega a vencer la corona española y, sin embargo, el cambio climático determinó una realidad de la cual somos herederos, como ocurrió con la Revolución Francesa, que vino precedida por las ideas ilustradas y por varios años de malas cosechas y hambrunas producto de inviernos extremadamente crudos.

Sin embargo, como muy bien deja claro Philipp Blom, no podemos pensar en el cambio climático de la Pequeña Edad de Hielo como el agente directo que llevó a estos cambios sociales y económicos. Nadie se planteó, de manera consciente, cambiar los cultivos porque bajaran las temperaturas o ganar nuevas tierras al mar en Ámsterdam para hacer frente a esos inviernos tan crudos; los cambios fueron decisiones individuales para adaptarse a los nuevos tiempos, de las cuales nos hemos hecho eco de las que tuvieron éxito porque fueron conduciendo el torrente de la historia hasta la actualidad. Y no podían ser estrategias planificadas porque no se conocían las verdaderas causas de esta situación; no se sabía si eran simple fluctuaciones temporales o una transformación de fondo de las condiciones climáticas. Y esto ha sido así hasta tiempos recientes. Cuando el historiador y economista Karl Polanyi publicó en 1944 La gran transformación, en donde explica cómo se desmanteló el sistema de relaciones feudales en Inglaterra, no tenía consciencia del influjo del cambio climático y de su importancia para iniciar esta transformación. Y esto es muy importante porque, como indica Blom en su apéndice, tenemos el ejemplo del pasado, en donde al no contar con una estrategia común provocó el dolor, penuria y sufrimiento de buena parte de la sociedad que no pudo adaptarse a las nuevas realidades. Estamos hablando de esos campesinos desplazados del campo que ingresaban en lo que se conoce actualmente como lumpenproletariado; estamos hablando de esas etnias esclavizadas para beneficio de unas élites comerciales; estamos hablando de regiones arrasadas para obtener materias primas para una Europa siempre deficiente en recursos. Ahora que estamos viviendo otro gran cambio climático, del cual sí somos conscientes y podemos predecir sus consecuencias, debemos plantearnos la pregunta de si estamos dispuestos a sacrificar, de nuevo, a buena parte de la población para mantener el beneficio de una minoría. Esa es la pregunta que nos plantea Philipp Blom en su libro.

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