Editorial Crítica, 2024
La Historia, con mayúscula, no es una ciencia inocente, si es que alguna vez ha existido una ciencia así, pues cumple con una función social muy clara: justificar el presente empleando el pasado como argumento. Eso nunca hay que olvidarlo.
Isabel Mellén, doctora en Filosofía con su tesis doctoral sobre la imagen presentada en 2023, busca en este libro, El sexo en tiempos del Románico, explicar la existencia generalizada, entre los siglos XI y XIII, de numerosas representaciones de alto contenido sexual decorando las paredes de las iglesias románicas. Y lo hace desde una perspectiva reivindicativa al intentar acabar con las interpretaciones tradicionales aportadas hasta hoy, como pone de manifesto sus propias palabras: “La mejor herramienta para afrontar los cambios sociales y de mentalidad es comprender su genealogía, bucear en el pasado en busca de las claves que nos condujeron al momento presente y desactivar con un conocimiento más firme algunos de los discursos represores que todavía nos aquejan”.
Este uso de la historia como palanca para remover el presente explica la tendencia de la autora a posicionarse, creando un relato de buenos y malos que navega a dos aguas entre un ensayo y un libro de historia (la historia del arte también es historia). Y digo a dos aguas porque en muchas ocasiones el discurso predomina sobre los datos, y las conjeturas parecen tomar cariz de hecho histórico.
Su idea, al enfrentarse a estas expresiones artísticas, es que existió un momento en la Edad Media en donde la nobleza impuso su relato frente a una Iglesia dubitativa y débil. Así, estas familias poderosas, por medio del matronazgo de sus esposas, fundaron iglesias y ermitas para loar la gloria de su linaje, y lo hicieron por medio de un lenguaje iconográfico con la sexualidad ocupando un lugar central (no hay que olvidar que la autora ya había ahondado en esta idea en su libro Tierra de damas. Las mujeres que construyeron el románico en el País Vasco). Esta exaltación de los órganos sexuales, con pechos, penes, vulvas y coitos mostrados sin ningún tipo de rubor, no tendría como función denunciar la concupiscencia, la lujuria, el pecado como tradicionalmente se ha sostenido sino sería la expresión del ideal social nobiliario en donde contar con una numerosa descendencia era fundamental para el sostenimiento del linaje y, para ello, era necesario el goce de la mujer para que se quedara embarazada según sostenían los clásicos grecolatinos. O sea, que esas esculturas grabadas en capiteles y canecillos eran la piedra fundamental para sostener todo el edificio social medieval. Frente a esta nobleza “liberal”, se situaría una Iglesia cada vez más opresora y más censora, representada por la orden de Cluny y su rigor eclesiástico, que poco a poco va borrando de sus paredes toda muestra de sexualidad a favor de un nuevo lenguaje iconográfico en donde la mujer pasa de expresar libremente su sexualidad a transformarse en origen del pecado en el mundo, cambiando el lenguaje iconográfico radicalmente; ahora, las imágenes tratan de adoctrinar, tomando un matiz ejemplificante, en donde la sexualidad, la desnudez, solo sirve para señalar los pecados cometidos.
Esta es, en pocas palabras, la tesis sostenida por la autora. Sin embargo, y aunque es cierto que debemos poner en cuarentena algunas interpretaciones realizadas en el pasado sobre el Románico, abriendo nuestras miras hacia otras explicaciones posibles, no es menos cierto que lo planteado por Isabel Mellén presenta muchos claroscuros, terrenos pantanosos de difícil tránsito. Si realmente este corpus iconográfico era un lenguaje creado por los grupos nobiliarios, ¿por qué el mismo solo se expresa en el ámbito eclesiástico?, ¿por qué no aparece decorando las paredes de castillos o casas solariegas? Igualmente, si tenían una función “didáctica” estas esculturas, ¿por qué no pueblan el interior de las iglesias y templos?, ¿por qué se encuentran en su mayoría en el exterior de los mismos? Tampoco explica cómo, esas mismas mujeres que habían fundado esas iglesias en donde libremente expresaron su sexualidad, son las mismas que, en muy poco tiempo, actuaron de matronazgo en la fundación de los nuevos monasterios de la orden de Cluny en donde se señaló a la propia mujer como el agente del diablo en la Tierra. En su relato de buenos y malos, la autora parece olvidar por momentos la extracción nobiliaria de la jerarquía eclesiástica; un obispo y un señor feudal compartían intereses pues partían del mismo grupo social, perteneciendo en muchas ocasiones a las mismas familias. Tal vez la explicación de la mayor intransigencia eclesiástica frente al sexo venga más bien de la necesidad de endurecer el acceso a la Iglesia. Hay que tener en cuenta que frente a la creciente presión nobiliaria para convertir a los campesinos libres (ingenuos se les denominaba en esa época) en siervos, estas familias tenían la escapatoria de incorporarse a la Iglesia, una solución factible máxime cuando podían seguir viviendo con sus esposas e hijos. Para cerrar esta puerta de escape, la Iglesia llevaría a cabo una profunda reforma de manos de Gregorio VII, imponiendo, entre otras medidas, el celibato de los miembros eclesiásticos como obligatorio y señalando a las mujeres como origen de todos los pecados. Si fue así, entonces el cambio iconográfico en el Románico fue consecuencia de la confluencia de intereses entre la Iglesia y los grupos nobiliarios más que de un enfrentamiento entre ambos grupos, que sí existió en otros aspectos pero que compartían el mismo criterio de evitar que el campesinado se sacudiera el yugo de la servidumbre.
Aunque como ya hemos señalado, existen muchos puntos polémicos en la tesis planteada por Isabel Mellén, este es un libro para tener en cuenta como contrapunto a las interpretaciones imperantes hasta no hace muchos años frente al arte románico. Un aire fresco que puede quitar esas telas de araña que nos impedían ver de manera correcta las cosas; otra cuestión es que lo que veamos sea lo que nos señala la autora.