domingo, octubre 6, 2024

Pompeya: Una ciudad romana en 100 objetos, de Rubén Montoya. Por Álex Ro

Editorial Crítica, 2024

Rubén Montoya González, doctor en Arqueología y profesor asociado al Real Instituto Neerlandés de Roma, ha convertido la Roma de la Antigüedad en su pasión y Pompeya en su devoción. Han pasado ya muchos años desde que la visita a los restos de Segóbriga, cuando tenía siete años, le abrió las puertas a un mundo nuevo como son los restos del pasado, sus objetos, sus huellas y cómo estos permean hasta nuestra actualidad.

Siguiendo la estela de sus trabajos divulgativos en revistas como National Geographic o Historia y Vida, se ha embarcado en este libro en un intento por hacer más accesible la comprensión de la vida en Pompeya antes del año 79 d.n.e., buscando abordar la cotidianidad de ese día a día que quedó sellada bajo toneladas de lapilli con la erupción del Vesubio. Para ello, se vale de un discurso con tintes personales, en donde intercala sus experiencias y sentimientos al visitar el yacimiento, prestándose a actuar como cicerone de los futuros visitantes. Y este es uno de los problemas del libro: se queda en tierra de nadie pues en sí, no es propiamente una monografía histórica pero tampoco es una guía per se pues tampoco cumple con los estándares que caracterizan este tipo de publicaciones; no contemos ni siquiera de un plano general de Pompeya que nos pueda aclarar la localización de muchos de los lugares citados, al tiempo que, como reconoce el autor, la mayoría de los restos citados no se encuentran en Pompeya sino en el Museo Archeologico Nazionale di Napoli.

Y es que quedarse en medio de todo tiene sus problemas. Al intentar compaginar una visión cronológica con objetos y hechos que van evolucionando a lo largo del tiempo, provoca situaciones, cuanto menos extrañas, como es la circunstancia de que en la página 97 se nos describa el primero de los cuatro estilos decorativos de las casas pompeyanas y tengamos que esperar a llegar a la página 506 para saber de los otros tres estilos restantes. Pero no solo en el aspecto narrativo presenta dificultades el libro; al decidir que solo hubiera una ilustración por capítulo supone un problema grave, sobre todo cuando el autor describe otros objetos tanto o más interesantes. Así, cuando describe las tabernas, por ejemplo, nos tenemos que imaginar cómo son a partir de su descripción pues no aporta ninguna imagen específica, cosa que ocurre en muchas ocasiones a lo largo del texto hasta el punto de que un objeto, que está cargado de simbolismo, como es la mesa de mármol de Casca Longus (el primer senador que le clavó el puñal a Julio César) no aparece ilustrada en el libro.

El carácter divulgativo empleado por Rubén Montoya también le pasa factura pues buena parte del libro emplea el término teoría cuando estamos ante una hipótesis o propuesta interpretativa, y eso a pesar de que él conoce la diferencia entre ambos términos como deja claro bien avanzado el libro. Pero, al mismo tiempo, tampoco es coherente con su lenguaje divulgativo pues en ocasiones da por conocidos conceptos claves como ocurre con la designación de Pompeya como colonia romana, nombrado en la página 49 pero explicado cómo se produjo y lo que supuso para la ciudad en la página 109, para en la página 508 hablar de una “deducción colonial romana” sin dar más explicaciones a lo que se refiere. Lo mismo pasa con el término pretoriano, utilizado en más de una ocasión, aunque explicado en la última parte del libro.

En cuanto al objetivo que se había planteado el autor, explicar una ciudad romana en 100 objetos, tampoco es fiel totalmente al mismo. En principio, se esperaría que los objetos presentados todos provinieran de Pompeya como da a entender el subtítulo, pero no todos son de esa ciudad (el áureo que ilustra el capítulo cuarto proviene de Roma y no de Pompeya, por ejemplo) o son cuadros modernos (tres cuadros) o dos ilustraciones. Esto nos da 94 objetos arqueológicos, y aunque parezca que no cuadran las cuentas no nos han fallado los cálculos porque realmente Rubén Montoya presenta 99 capítulos, considerando el capítulo 100, que corresponde al epílogo, el último objeto. De esta manera, el autor coloca su libro al mismo nivel de importancia que los restos arqueológicos descritos.

Una lástima la oportunidad perdida para escribir una historia general sobre Pompeya, cosa de la que adolece la historiografía moderna hispana que se queda en ocasiones en lo anecdótico frente al hecho histórico. Y no dudamos de la capacitación del autor, como denota la bibliografía que emplea y recomienda leer para ampliar los diversos epígrafes del libro; sin embargo, como ha planteado su libro, con 2 o 3 páginas por capítulo, parece que tiene en mente publicar una obra de lectura fácil, propia del verano a pie de playa, que de un verdadero tratado de historia.

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