Las sociedades han empleado los cuentos como válvula de escape de sus temores y pánicos más atávicos. En un periodo en donde no existían los psicólogos, el narrar esas historias permitían exorcizar esos miedos, socializarlos con la palabra compartida en donde se recogía, a modo de manual de uso, cómo hacerles frente. Escuchar a los adultos hablar de Caperucita Roja, de Hansel y Gretel… era una lección vital que se debía aprender para sobrevivir en un mundo despiadado.
En la actualidad, el cuento infantil sigue cumpliendo esa función pedagógica y, aunque ya no vivamos rodeados de lobos, metafóricamente nos acechan otros monstruos dispuestos a devorarnos al menor descuido. Por eso seguimos inventando historias para salvarnos de nuestros horrores, lo que pasa es que ahora las llamamos, no cuentos sino leyendas urbanas. Pero… ¿qué es una leyenda urbana?
¿Qué define una leyenda urbana?
La primera característica que define una leyenda urbana es que son historias lo suficientemente extravagantes como para atraer la atención de los oyentes que reproducirán el relato como si fueran verdades incuestionables. Generalmente, este tipo de leyenda tiene un origen oral, sin que se conozca ni cuándo ni dónde surgió, transmitiéndose como relato oral… hasta que alguien la pone por escrito.
Su segunda característica es que, aunque no exista ninguna prueba objetiva de que haya sucedido, la historia siempre parte de una fuente fiable (un amigo que trabaja en…, un conocido que iba en su coche…, un primo que vivía en…) que ha presenciado el suceso en primera persona y que nos lo ha contado con pelos y señales.
La tercera característica es que una historia de este tipo se maneja en un marco narrativo lo suficientemente difuso como para hacer imposible su comprobación a pesar de que da datos concretos para reforzar su verosimilitud. Así, es frecuente hablar de un tiempo no muy lejano (hace unos meses…, no hace mucho…) pero no determinado, al igual que el lugar, generalmente sin concretar un lugar preciso, aunque sí conocido por los oyentes (En el hospital de Madrid…, en la calle…).
Con estos elementos, se construye un relato que puede pasar de persona en persona sin que pierda vigencia (nunca tuvo una fecha concreta) y puede incluso cambiar de localidad (cualquier lugar es válido si es lo suficientemente conocido por los oyentes), hasta el punto de que rápidamente permea todos los estamentos sociales, arraigándose en la literatura, la prensa, la radio, el cine o cualquier otro medio de difusión colectiva.
Como se puede apreciar, la leyenda urbana tiene un fuerte carácter anónimo, atemporal. No se sabe a ciencia cierta quién “vivió” ese suceso, cuándo se produjo, pero no se duda de su verosimilitud. Existieron desde siempre estas narraciones; solo hay que mirar a las hagiografías, esas vidas de santos repletas de sucesos milagrosos en donde vírgenes, ángeles y diablos se dan la mano en un mismo relato. La única diferencia es que, en la actualidad, los pánicos que motivan las leyendas urbanas tienen un carácter laico: el VIH, el secuestro, el robo de órganos, la violación…
El hombre que ríe. Una novela madre de una leyenda urbana
En 1869, el escritor francés Victor Hugo publica la novela El hombre que ríe. Su idea inicial era formar una trilogía que analizara la monarquía y la nobleza que llevó a la Revolución Francesa, por ello, en más de una ocasión llegó a afirmar que este primer tomo también podría denominarse como La Aristocracia, al cual acompañaría un segundo volumen bajo el título de La Monarquía (nunca llegó a escribirlo) y el tercer libro como Noventa y Tres, que sí publicó (el título hace referencia a 1793, año en que fue guillotinado el rey Luis XVI).
Con ese aire historicista que tan buen partido supo sacar Benito Pérez Galdós en sus Episodios Nacionales, Victor Hugo construye su narración a partir de un preámbulo en donde, con un supuesto carácter histórico y sociológico, nos narra la existencia de un grupo de “malhechores” que se dedicaban a comprar niños para deformarlos y exhibirlos en ferias y circos.
A partir de este hecho, se rodea de todo un aparataje de fuentes históricas que confirman la existencia de esta práctica, señalando que era una tradición muy vieja en Inglaterra y España, y que tras un largo periodo en que casi había desaparecido, había vuelto a resurgir a principios del S.XIX. Denomina a estos grupos como comprachicos o comprapequeños (ambos en castellano en el original) y cheylas (del hindú). Sin embargo, analizadas las fuentes nombradas por Victor Hugo para dar verosimilitud a su relato, resulta que ninguna es real; no hay trazas en la legislación al respecto de este tipo de negocio, ni existen los supuestos médicos especialistas en deformar a los chicos. Por no existir, ni existía el término comprachicos pues no se ha documentado su presencia antes de 1869 en el léxico castellano, ni en el culto ni en el popular.
Como se puede apreciar, todo alrededor de los comprachicos surgió de la febril imaginación de Victor Hugo quien, con sabia maestría le supo dar ese aire de hecho cierto. El que la novela se tradujera al castellano, de manos de Carlos de Ochoa, en el mismo 1869 hace que se popularice el término de comprachicos a pesar de que la edición en castellano lleve como título De orden del rey en vez de El hombre que ríe como será conocida mundialmente.
Así surge esta leyenda urbana, la de los comprachicos, que tanto predicamento tendrá hasta el punto de que en la actualidad se sigue empleando este término con el carácter que le dio Victor Hugo.
Huella de El hombre que ríe en la cultura popular
Tal fue el impacto de la novela de Victor Hugo que, con el paso del tiempo, se transformó en una referencia popular como ejemplo de maldad de la nueva sociedad en donde la vida de un niño no valía nada en absoluto. Hay que tener en cuenta que estamos en la época en que las barracas de circo se nutrían de toda una serie de personas con cualquier discapacidad física que llamara la atención del vulgo, dispuesto a pagar para disfrutar morbosamente de las “maravillas” de la naturaleza. Por ello también existían los aberrantes zoos humanos o se exponían disecados en museos cuerpos humanos de distintos grupos étnicos. No hay que olvidar que en esta España moderna, en Banyoles estuvo expuesto en un museo hasta los años noventa del S.XX el cuerpo de un miembro de la tribu san y que solo se retiró y se repatrió cuando el mismísimo secretario general de la ONU lo pidió tras haber sido tema de debate en varias sesiones de las Naciones Unidas.
Ayudó mucho a la popularización del texto las numerosas ediciones baratas de la novela la cual llegó a publicarse por entrega en la prensa, tanto en la más conservadora como en la más avanzada. Esto explica que pronto comenzaran a surgir versiones dramatizadas del texto pues era una historia conocida y demandada por el público. Así, tenemos constancia de que en 1910 se representaba en el Teatro Arnau (Barcelona) una obra con el título de El hombre que ríe, mientras en agosto de 1911, la compañía de Hermenegildo Olivar representa la obra en Ciudad Real y en 1921 se representa en el Teatro Princesa (Valencia). Tal es su popularidad, que contamos con una versión operística realizada por el italiano Arrigo Pedrollo.
La literatura también se hará eco de la obra de Victor Hugo, utilizando el neologismo o copiando el mismo título de la novela, como ocurre con el cuento de Miguel Sawa publicado en la Ilustración Artística en enero de 1912 en donde el protagonista es un clown que no puede llorar. En otras ocasiones, la referencia es más atroz, como ocurre con el cuento “La Biblioteca” de Maurice Dekobra (seudónimo de Ernest-Maurice Tessier) en donde un ejemplar de El hombre que ríe está encuadernado con la piel tatuada de un difunto. Incluso el abogado Fernando Álvarez Guerra, en su faceta como literato, escribe un poema en 1925 con el título de la novela.
El hombre que ríe también sirvió de mote y de seudónimo para diversos personajes. El actor Douglas Fairbanks se le conoce como “el hombre que ríe”, y lo mismo ocurre con Franklin Farnum. Los periodistas no dejaron pasar la ocasión e igualmente emplearon este seudónimo, como ocurre con la columna de crítica política, en muchas ocasiones censurada, firmada como “El hombre que ríe” en el Diario de Alicante a finales de la década de los años 20.
Que la obra de Victor Hugo había trascendido de la alta cultura hasta convertirse en un referente popular lo ejemplifica el hecho de que, en la cabalgata de los carnavales en Valencia en 1910, se presentara un grupo disfrazado de Victor Hugo y Gwynplaine, el protagonista de su novela.
Pero si algo otorgará popularidad a la novela serán las producciones cinematográficas. Desde muy pronto, surgen las noticias de intentos de llevar a la pantalla el texto de Victor Hugo, como ocurren con la empresa Compañía Cinematográfica Habanera (Cuba) de los empresarios Pablo Santos y Jesús Artiaga que, en calidad de productores y distribuidores, anuncian para 1918 la proyección de El hombre que ríe en formato de serie en episodios. Sin embargo, nada más sabemos del proyecto, posiblemente no realizado finalmente.
Habrá que esperar hasta 1921 para ver la primera producción a partir del texto de Victor Hugo. Esta película, de origen austriaco y con título Das grinsende Gesicht, fue dirigida por Julius Herzka y protagonizada por Franz Höbling y Lucienne Delacroix. No obstante, y a pesar de esta temprana película, los grandes estudios anhelarán filmar su propia versión del texto, sobre todo por la decepcionante producción de Julius Herzka, especialista de teatro y casi sin experiencia en el cine. La francesa Pathé, que había filmado buena parte de las novelas de Victor Hugo apostará fuerte por este libreto hacia 1925 y en varias ocasiones se anunciará el inicio de la filmación. Sin embargo, será la Société Generale de Films quien se hará finalmente con los derechos sobre el libro de Víctor Hugo, anunciando que a finales de 1925 comenzaría la filmación bajo la batuta de Raymond Bernard, siendo Juan Hugo, nieto del escritor, el encargado del vestuario, interpretando Charles Dullin el papel de Gwynplaine y Edith Jehanne el de Dea.
A pesar de que el proyecto de la Société Generale de Films parecía inminente, lo cierto es que no será hasta que Carl Laemmle, director de los Estudios Universal, se traslade a París a principios de 1926 cuando la película tome visos de realidad. Firmará un contrato con la Société Generale de Films para grabar en Francia el film, aportando los norteamericanos el director (se baraja el danés Sven Gade) y los protagonistas: Mary Philbin (Dea), Ernest Torrence (Ursus) y todavía estaba por decidir el de Gwynplaine. La Universal, al poco tiempo, modificará el acuerdo de manera unilateral, renunciando a filmar en Francia para hacer la película en sus propios estudios. A todas estas, se produce un cambio de director a favor de Paul Leni y se contrata a Conrad Veight para interpretar a Gwynplaine.
A principios de 1927, de esta manera, ya estaba encaminada la producción estrenándose la película en Broadway en marzo de 1928 y en abril en Londres, saltando inmediatamente a toda Europa. En España, las primeras proyecciones tendrán lugar en Bilbao y La Rioja hacia agosto de ese año, mientras que en Madrid no se estrenará hasta finales de octubre y en Barcelona lo hará en enero de 1929. En Tenerife, se estrenará la película en el Teatro Guimerá a finales de junio.
Varias son las anécdotas que rodean este film como es el hecho de recibir, tras votación popular, la medalla de oro que otorgaba la revista valenciana Escenarios a la mejor producción de la temporada. También podemos señalar que entre los figurantes de la película, interpretando uno de los nobles del parlamento, se encontraba el desahuciado Leopoldo de Austria, uno de los herederos del Imperio Alemán, que en esos momentos se intentaba ganar la vida en Hollywood. Lo que es algo excepcional, y un gesto poco hábil por parte de los censores, es la publicación en el Boletín Oficial de la Provincia de Santander (08/10/1928) la descripción de las escenas cortadas de la película en dicha provincia. No se podían ver esas secuencias, pero con leer esta publicación ya era suficiente para dar riendas sueltas a la imaginación. No hay que olvidar que un icono de la cultura popular actual, el Joker de Batman, tiene su origen iconográfico en el personaje de Conrad Veight, como reconoce el propio Bob Kane, creador de este superhéroe.
Los remake de este film se sucederán a lo largo del tiempo, como ocurre con la película franco-italiana de 1966 dirigida por Sergio Corbucci, la francesa de 1971 dirigida por Jean Kerchbron, correspondiendo a 2012 su última versión, dirigida por Jean-Pierre Améris y Gérard Depardieu como Ursus. Señalar que Televisión Española, en su serie Telenovela, emitirá en 1972 un capítulo representando el libro de Victor Hugo aunque lamentablemente no se conservan las imágenes de esta filmación.
Conclusión
Como se ha podido comprobar, estamos ante un hecho único como es la creación de una leyenda urbana, los comprachicos, conociendo quien la creó y cuando se gestó, pudiendo comprobar como rápidamente esta leyenda ha permeado la cultura popular. Hasta tal punto es así, que en 2024, el escritor Claudio Cerdán publicó una novela, El hombre sin rostro, inspirada en la novela de Victor Hugo El hombre que ríe y sus comprachicos, dándole así carta de naturaleza a un embuste creado hace más de ciento cincuenta años.
El neologismo, aunque no ha entrado en el diccionario de la RAE, sigue siendo tan popular como para utilizarlo en diversos estudios, como ocurre con el ensayo de Umberto Eco, Apocalípticos e integrados, en donde hace referencia a los comprachicos y sus operaciones para analizar la eterna juventud de Rita Pavone o en libros más académicos como Antropologías del miedo en donde Luisa Abad y Daniel García Sáiz publican el artículo “De Los compraniños a La sonrisa del payaso: El papel de las leyendas urbanas en la perpetuación de miedos locales y globalizados”, texto que relaciona una leyenda urbana moderna, la de la sonrisa del payaso, con la novela de Victor Hugo.