miércoles, julio 23, 2025

Lo que cayó en Abades. Por Carlos Jesús Pérez Simancas

La tarde del 9 de julio de 1992, algo cayó frente a Abades sin dejar rastro. El cielo estaba limpio. El mar, sereno. Pero lo que ocurrió aquella noche aún sigue sin explicación.

La luz dorada del día se resistía a marcharse sobre el sur de Tenerife, y el mar devolvía reflejos tranquilos que no anticipaban alteración. En la zona de Abades, la brisa acariciaba las piedras calientes y traía consigo una mezcla de salitre, algas y promesas de calma. Esa serenidad sería interrumpida por un suceso que, hasta hoy, permanece sin respuesta.

Faltaban pocos minutos para las ocho y media cuando se registraron los primeros testimonios. Un conductor que descendía por la autopista TF-1 divisó un objeto metálico que descendía con rapidez hacia el mar. “Vi algo que caía, sin ruido, sin luces. No era normal”, diría años después. Una pareja en el arcén también señaló hacia el océano. Un joven acampado en la playa relató haber visto al aparato flotar un instante antes de hundirse. Pescadores del Porís lo corroboraron. Todos coincidieron en lo esencial: una aeronave pequeña, posiblemente una avioneta, se desplazó de forma errática y luego desapareció sin estrépito alguno.

No hubo explosión, ni humo, ni fuego. El objeto no se estrelló, se sumergió en silencio, como si el mar lo hubiese absorbido voluntariamente. El silencio posterior fue tan desconcertante como el fenómeno mismo.

La reacción fue inmediata. Radio Club Tenerife recibió una oleada de llamadas describiendo lo mismo: un artefacto cayendo al mar frente a Abades. La Guardia Civil activó un operativo urgente: helicópteros, patrulleras y buzos especializados rastrearon la zona durante horas. El perímetro de búsqueda se extendió medio kilómetro desde la costa. Se revisaron registros de vuelo civil y militar. Ninguna aeronave figuraba como desaparecida. Ninguna compañía, española o extranjera, había reportado fallos de comunicación. Los radares no captaron anomalías. Y lo más inquietante: no se encontró ni una sola pieza. Ni combustible, ni restos, ni señales humanas. Sólo los testigos. Y el mar, que no hablaba.

El caso fue archivado como «sin evidencia física de accidente». Una fórmula administrativa que enmascara el desconcierto. Pero en los pueblos del sur, la historia comenzó a adquirir otra textura. Ya no era sólo lo que se había visto, sino todo lo que se pretendía silenciar. Surgieron hipótesis de todo tipo: desde maniobras militares encubiertas hasta avionetas del narcotráfico. Pero ninguna versión lograba explicar por qué no había rastro, ni movimiento posterior, ni recuperación clandestina. El silencio fue tan absoluto que, para muchos, fue lo más inquietante de todo.

Entre las teorías que circularon, una me fue confiada personalmente por José Sevilla, analista en armamento militar y divulgador experto en sistemas de defensa. Durante una conversación en Madrid años después, Sevilla hizo una pausa, miy dijo: “Aquello que cayó en Abades era, con toda probabilidad, un señuelo militar de la Armada Española”.

Me explicó que durante los años noventa, en plena efervescencia de los ejercicios secretos de guerra electrónica, la Armada utilizaba prototipos de aeronaves no tripuladas, diseñadas para simular vuelos reales y confundir radares enemigos. Estos dispositivos, conocidos como aviones señuelo, no llevaban transpondedor, carecían de firma identificativa y eran prescindibles. En aquel entonces, hablar de drones era casi ciencia ficción fuera de los círculos militares. Sin embargo, ya se estaban utilizando de forma experimental. Hoy, donde el uso de drones es rutinario y ampliamente documentado, aquella visión resulta adelantada a su tiempo y explica por qué muchos testigos no supieron cómo interpretar lo que vieron. Pero no están hechos para durar. Se destruyen o se hunden. Nadie debe encontrarlos”, dijo Sevilla.

Según su versión, uno de estos prototipos habría sido lanzado desde una plataforma aérea o desde un buque militar en maniobras no reconocidas. Al fallar o completar su ciclo, el aparato habría descendido lentamente hasta impactar con el mar. El operativo posterior,previsto para contingencias de ese tipo, habría garantizado su desaparición sin dejar huella. “El verdadero equipo de recuperación ni siquiera se identifica como tal. Ellos saben lo que buscan. Y lo encuentran antes de que alguien más lo haga.”

Este tipo de maniobras, lejos de ser infrecuentes, se ha documentado en múltiples escenarios reales de alcance internacional. En marzo de 2022, un dron militar ruso Tu-141 Strizh cruzó el espacio aéreo de varios países europeos antes de estrellarse en pleno centro de Zagreb, Croacia, generando alarma internacional. En diciembre de 2023, en Ucrania, se hallaron restos del señuelo estadounidense ADM-160 MALD, utilizado por la Fuerza Aérea de EE. UU. en operaciones de guerra electrónica para saturar y engañar a los sistemas de defensa aérea enemigos. Ese mismo año, en ejercicios de la OTAN, la Marina de EE. UU. hundió un dron enemigo sobre el océano utilizando fuego real. Y décadas atrás, el BQM-74 Chukar, un dron señuelo reutilizable de la Marina estadounidense, fue utilizado extensamente en ejercicios navales, desapareciendo en más de una ocasión en zonas de mar abierto. También se ha reportado la pérdida de drones de vigilancia como el IAI Heron 1 israelí sobre el Mediterráneo en 2022, y dispositivos oceánicos chinos en aguas del mar de la China Meridional, cuya naturaleza exacta,civil o militar, nunca fue aclarada por las autoridades de Pekín.

Estos episodios demuestran que los objetos diseñados para simular amenazas,y desaparecer sin dejar rastro, forman parte de un repertorio habitual en las operaciones encubiertas de grandes potencias. Que uno de ellos se haya hundido frente a las costas de Canarias no sólo es verosímil: es probable.

No hay registros públicos que confirmen esta hipótesis para el caso de Abades. Pero Sevilla no hablaba desde la especulación, sino desde la experiencia directa. “Hay tecnologías que ni siquiera sabías que existían hasta que se caen delante de tus ojos”, concluyó.

Lo ocurrido frente a Abades permanece, entonces, como uno de esos episodios que flotan en la frontera entre lo real y lo negado. Un objeto volador no identificado, observado por testigos, sin prueba material, sin explicación oficial. Un suceso que se recuerda no sólo por lo que ocurrió, sino por lo que no se dijo. Porque no todo lo que cae al mar se pierde. A veces, simplemente, se hunde para que nadie vuelva a hablar de ello. Mientras tanto, en lo alto, el Teide sigue mirando sin parpadear. El mar lo tragará. Y nosotros, como tantas veces, sólo nos quedaremos con el silencio.

Bibliografía:

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