martes, diciembre 3, 2024

ALIEN: La historia ilustrada (Walter Simonson y Archie Goodwin). Pedro J. Mérida

Cultura biomecánica

ALIEN en mi vida.

Cursaba Tercero de EGB y era el último trimestre del año 1981 en un colegio público de Tenerife. Estábamos prácticamente a las puertas del Mundial de España, con Naranjito en emisión de la sobremesa infantil de los sábados relatando la excitante historia del balompié desde sus orígenes hasta nuestros tiempos.

Entre las muchas iniciativas que la profesora propuso para encender la chispa cultural en nuestras mentes en proceso de cocción, ganó por goleada crear una pequeña biblioteca con cualquier formato susceptible de ser hojeado y leído, lo que llevó a un variopinto mosaico literario que se amontonó en los pupitres vacíos del fondo del aula (aquello acabaría luciendo como el expositor de un mercadillo) donde se podían consultar Pulgarcitos, SuperMortadelos, las fábulas de Samaniego (lo traía yo de casa, a escondidas de mi madre) y un sinfín de finos volúmenes entapados de la enésima versión de un cuento de los Grimm muy libremente adaptado, junto a los Don Mikis de turno. Y por último, al fondo, donde apenas llegaba la luz del sol que filtraban las enormes persianas metálicas, estaba ‘Aquello’: un álbum cuya portada a ojos de cualquiera de nosotros se convertía en toda una experiencia perturbadora, como podría ser encontrarse el Necronomicón coronando una pila de libros sobre cocina vegetariana.

El oximoron estaba servido… El sello de la editorial Bruguera grabado en el lomo mientras la portada la ocupaba, en toda su blasfema majestuosidad, el dibujo coloreado entre marrón y lila de una criatura, cuya morfología y fauces escapaban a los confines de nuestra imaginación, abalanzándose sobre una persona presa del pánico, acorralada contra lo que parecía un panel de controles (uno de esos con lucecitas que se apagan y se encienden, se apagan y se encienden, ¡se apagan y se encienden…!). Impreso en la parte superior, el inquietante título de ‘ALIEN: El 8ª pasajero‘. Un tren expreso directo a la mismísima génesis de nuestras más aberrantes pesadillas estaba ahí, al alcance de la mano de un grupo de niños no mayores de nueve años. Un vistazo a la contraportada, con un salpicón de sangre bien viscoso a la derecha de la zona central, terminaba de darle el punto perfecto de ‘piel de gallina’ a la experiencia. 

El origen de mi filia hacia la popular criatura surgida del imaginario de H.R. Giger, que popularizase una saga que ha ido en agónico declive (en un mundo perfecto jamás se habrían hecho películas de la franquicia después de ‘ALIENS’ (1986)) se remonta al momento en el que,decidí sumergirme, sin flotador emocional de ninguna clase, en aquellas páginas escritas por Archie Goodwind y cuyas viñetas contaron con el trazo, expresivo y perfecto, de Walter Simonson.

El terror en estado puro empezó a fluirme por las sienes ya desde las primeras páginas. Unos diseños futuristas que desafiaban toda lógica arquitectónica en el terreno de la aventura espacial y unas texturas casi grasientas te hacían respirar el ambiente industrial de la historia. Para cuando llegué al momento climático, donde el desafortunado Kane sufre la embestida desde el interior del tórax del Alien en su forma ‘chestburster’, yo ya me encontraba completamente paralizado y mis dedos eran incapaces de seguir avanzando páginas. Mi mirada se petrificó sobre lo que parecía un surtidor humano en desbordante explosión carmesí. Allí estaba, con las pupilas secas y dilatadas… Antes de que me diese cuenta, saqué las fuerzas suficientes para desafiar la parálisis, ponerme en pie y devolver aquel cómic al mismísimo rincón infierno del que seguramente procedía. Intenté infructuosamente sepultarlo bajo los demás tebeos y libros, pero fue inútil. Otra compañera esperaba para leerlo. Sólo deseaba que no se percatase de la manera en la que me temblaban las manos en aquel momento.

La tarde en clase transcurrió sin mayores incidencias, pero yo no podía evitar lanzar miradas de reojo hacia el montón de libros de la biblioteca, preguntándome por qué razón aquel instrumento de tormento había terminado a escasos metros de mi, y si era alguna prueba secreta a la que tenía que enfrentarme, fruto de la enfermiza mente del cuerpo docente de la escuela.

Llegar en el bus al colegio al día siguiente tuvo el mismo efecto que un trayecto hasta el patíbulo. Sabía que aquel horror cósmico camuflado en forma de cómic me esperaba para poner a prueba mi resistencia emocional. La tragedia no tardó en desatarse. Había intentado zafarme de ir a la escuela diciendo que me dolía la barriga, pero como era de esperar, no coló. El momento en que las puertas del averno se abrieron de par en par tuvo lugar cuando mi mejor amigo de la clase aquella soltó sobre mi pupitre aquella fuente de temores frente a mi, tratando de hacer una inocente broma.

El resultado pilló tan desprevenido al resto de compañeros de clase y a mi profesora como la hemoglobínica explosión del pecho de Kane a los atónitos tripulantes del Nostromo… Ahí estaba yo, preso de un ataque de histeria que motivó a mi madre a personarse en la escuela en su tarde libre.

Mientras me encaminaba hacia del coche, aliviado de abandonar el aula de los horrores, mi madre solicitó el tebeo de la discordia a la profesora (por razones no del todo aclaradas a día de hoy). Así me encontré con mi madre, mi heroína de aquella tarde, al volante del vehículo, camino a casa. Desde el asiento trasero observaba con pavor como aquel cómic de la porra asomaba desde el interior del bolso de mi madre, abierto de par en par, como si esperase a saltarme encima. De haber conocido como terminaba la historia de ALIEN, habría captado el perverso paralelismo entre mi huída in extremis de la escuela para no tener más contacto con el ‘bicho’ y la pírrica fuga de la teniente Ripley en el transbordador Narcissus. En ambos casos, aquello de lo que se quería escapar había buscado la manera de colarse en el vehículo que debía llevar a la salvación, sólo que en mi caso no podía pulsar ningún botón de apertura de compuerta para que aquellas páginas malignas saliesen expelidas hacia la carretera, dispersándose a los cuatro vientos.

Pasados unos días, recuperado del shock, volví a la escuela y aquel 8ª pasajero jamás volvió a ser una amenaza para nadie. Sólo Pulgarcitos, Mortadelos y Don Mikis para la biblioteca en adelante. Tercer curso de EGB transcurrió con anodina normalidad.

La publicación original española.

Sesenta y cuatro páginas encuadernadas en rústica, en 30 x 61, y 150 pesetas de precio (50 más que un álbum de la colección Olé de Mortadelo y Filemón, Zipi Zape o El botones Sacarino) condensaban una de las mejores traslaciones a viñeta de la experiencia de horror cósmico por antonomasia. La versión original se había publicado por Heavy Metal en EE.UU, siendo la por entonces todopoderosa Bruguera quien pujó por los derechos en una maniobra realmente inesperada para lo que era la línea editorial de la compañía, ganando por la mano a otras más especializadas en terror y ciencia ficción como podían ser Toutain o Riego Ediciones, que se repartían sobre la piel de toro, cual Tratado de Tordesillas, todo lo referente a literatura de género del noveno arte en nuestro país.

La obra de Simonson y Goodwind.

Walter Simonson en la gráfica y Archie Goodwind en el guión pueden presumir a día de hoy de haber dado vida a la que es, probablemente, una de las mejores adaptaciones a cómic de un éxito cinematográfico (con permiso de ‘La guerra de las galaxias’ de Roy Thomas y Howard Chaykin). No sólo el trazo de los personajes y ambientes fluye con inusitada naturalidad a través de las sesenta y cuatro páginas, con un Simonson tan inspirado como premonitoriamente autoreferencial (que Ripley tenga rasgos similares a los que posteriormente tendría la Dama Sif en su ‘Thor’ de la Marvel no es casualidad), donde brillan con luz propia sus reinterpretaciones de los diseños de H.R. Giger, que golpean los sentidos del lector en momentos como el descubriento de la nave alienígena en el planetoide, un ejercicio de surreal paisajismo a doble página que a día de hoy no tiene rival.

Igualmente sucede con las diferentes versiones de la criatura protagonista, desde el facehugger hasta la bestia en su forma final, Simonson se permite darle su toque personal a cada uno de sus estadios evolutivos, imprimiendo una personalidad única que, incluso con algunas licencias respecto a la escala del monstruo respecto a sus contrapartidas humanas (léase el terrorífico impacto gráfico del encuentro cara a cara entre el Alien y el desafortunado Capitán Dallas en los túneles de ventilación) sirven para enfatizar de manera dramática la apabullante desigualdad entre la progresivamente menguante tripulación del Nostromo y la invencible bestia del espacio exterior.

Por su parte, la narrativa de Goodwin, parte de una de las versiones del guión previa al corte final, de ahí que algunos momentos de diálogo entre personajes que no aparecen en ninguno de los dos cortes existentes de la cinta de Ridley Scott puedan ser disfrutados en este volumen (en especial el premonitorio dialogo entre Ripley y Lambert sobre la sexualidad de Oficial Científico Ash, antes de que este revele su verdadera naturaleza en uno de los momentos más perturbadores del cómic) o la huída de Ripley por los silenciosos pasillos de la Nostromo tras encontrar los cadáveres de Lambert y Parker, con el Alien emprendiendo la cacería de la ‘final girl’ tras revelarse camuflado entre la maquinaria.

Uno de los mejores ejemplos de habilidad secuencial a través la viñeta de Goodwin tiene lugar cerca del clímax final, que nos trae algunos de los momentos más deliberadamente gores del relato. Me refiero a la muerte de Parker a manos de la criatura biomecánica. Una disposición tan sencilla como efectivare de tres viñetas en paralelo en las que somos testigos del inexorable instinto asesino de la bestia, que poco a poco abre sus fauces para terminar convirtiendo el rostro del aguerrido ingeniero en una mancha de gelatina sanguinolenta.

La muerte de Brett usa una secuencia similar (en ambos casos Goodwin trata de enfatizar la hipnótica parsimonia con la que el Alien da cuenta de sus víctimas, como si se recrease), solo que esta vez las viñetas están estiradas de manera vertical para darle relieve al progresivo movimiento de la cola del monstruo con el que acorrala al desdichado ayudante de Parker, coronando el festín con una contundente onomatopeya donde el grito de la víctima es ahogado en colores rojos. Toda una declaración de intenciones del trabajo combinado de Simonson y Goodwin, estableciendo el tono sin tregua para el espectador que para entonces ha adquirido ya un relato que camina a velocidad de crucero hasta su conclusión.

Reflexiónes finales.

Mi trauma de infancia con ALIEN duró unos cinco años, durante los cuales conseguí evitar a toda costa que una sola viñeta de aquel cómic o un fotograma de la película original desfilase ante mis ojos. Pero sería en el año 1986, en un cine de Málaga, viendo los trailers previos a la proyección de ‘Karate Kid 2’, que proyectaron a traición el de ‘ALIENS’. Lo fascinante de las imágenes de ese avance me llevaron a hacer las paces con aquel asustado niño interior y, al día siguiente, decidí que si quería disfrutar de lo que aparentaba ser una desbordante y aún más espectacular continuación de la original, debía hacer la tarea como Giger manda, así que corrí al video club Lomar (en el barrio Nueva Málaga) a alquilar la cinta de Ridley Scott y enfrentarme a mi propia bestia del sótano. Aún recuerdo las palabras del dependiente cuando le pregunté que qué tal la película… ‘¡Chulísima!’, se apresuró a decir con malagueña energía.

Tengo que reconocer que al llegar a casa con la cinta de VHS hice trampa. La puse primero yo sólo, a cámara rápida. Si había algo demasiado horrible en las imágenes de la película que mis catorce años de adolescencia no pudieran soportar, mis ojos lo registrarían y el horror se habría volatilizado de mi retina a la velocidad del relámpago. No pasaron diez minutos y ya había devuelto la velocidad a modo normal. El ‘work in progress’ de cinéfilo que llevaba dentro consideró que a lo mejor era una falta de respeto a una de las obras magnas del cine de terror y ciencia ficción de los años 70.

Casi treinta años después, Diábolo Ediciones reeditaría este fabuloso trabajo de adaptación de la obra magna de Ridley Scott, esta vez en tapa dura, que mantiene toda la frescura de su contrapartida original, garantizando un disfrute superlativo de la pesadilla biomecánica.

Pedro J. Mérida

Imágenes publicitarias de dichos cómic bajo responsabilidad de Pedro J. Mérida

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